Antes de entrar en materia es conveniente que veamos los antecedentes y el contexto en el que se formaría el caldo de cultivo de los futuros monasterios. Situémonos pues en los últimos siglos de existencia del Imperio Romano de Occidente.
Cuando dejó de haber emperador en Roma, el obispo de esta ciudad se
convirtió pronto en el personaje más importante. Alguien tenía que
proteger la ciudad y mantenerla en orden, así que sería el obispo, el
denominado metropolitano, el encargado de ello. El resto de
obispos de occidente, los de Italia, Galia, Hispania y África,
empezarían a considerar al Papa como a su jefe. Al mismo tiempo, los
obispos del Imperio Oriental se pusieron bajo el mando del emperador de
Constantinopla y su patriarca. Sin embargo, hubo algunos cristianos que
no deseaban tener ninguna relación con lo que sucedía en las ciudades y
los demás ámbitos de poder. Pensaban que en esos contextos los hombres
perdían sus virtudes, que trataban de hacerse poderosos y ricos y por
tanto estaban siempre tentados de ser codiciosos, ambiciosos, egoístas y
crueles, preocupándose tan sólo de ellos mismos. Algunos de los
cristianos que pensaban así prefirieron apartarse de todo eso, alejarse
de un mundo de egoísmo y perversidad para pasar su tiempo rezando a
Dios.
Esos hombres y mujeres se hicieron eremitas, muchos de ellos de forma solitaria, en desiertos, otros prefirieron vivir en grupos, para poder así ayudarse unos a otros en la oración, el estudio de la Biblia o el trabajo. Un eremita podía hacer lo que decidiese, pero un monje [1] que viviera en comunidad tenía que adecuarse a los otros monjes de su grupo, es por ello que necesitarían reglas.
Esos hombres y mujeres se hicieron eremitas, muchos de ellos de forma solitaria, en desiertos, otros prefirieron vivir en grupos, para poder así ayudarse unos a otros en la oración, el estudio de la Biblia o el trabajo. Un eremita podía hacer lo que decidiese, pero un monje [1] que viviera en comunidad tenía que adecuarse a los otros monjes de su grupo, es por ello que necesitarían reglas.
Así pues, el monaquismo se afirmaría en Occidente a partir del siglo IV,
inspirándose en los ideales de vida de los ascetas de los desiertos de
Egipto, como San Antonio (356), San Pacomio (346) y San Basilio
(379). En Roma, esta influencia oriental halló terreno fértil gracias a
la mediación de personajes carismáticos, como San Jerónimo, y a la
existencia, entre la alta sociedad de la época, de una espiritualidad
ascética dispuesta a acoger las propuestas monásticas. Y también fue
entre las mujeres de aquella perezosa aristocracia romana donde San Jerónimo,
llegado a Roma en el año 381, encontró sus más fervientes discípulos,
hasta el punto de que se formaron pequeños monasterios domésticos en
torno a sus casas.
Monjes de la Tebaida (Egipto), representación del siglo XIV |
Quizá a causa de su carácter elitista e individual, esta primera forma
de monaquismo doméstico y nobiliario tuvo poco éxito fuera de Roma.
Durante el siglo V se produjo un movimiento más organizado y apoyado por
la Iglesia para difundir la tradición oriental en Italia. En gran parte
de Europa, sobre todo en las penínsulas Ibérica e italiana se
sucedieron los intentos de crear un monacato y las reglas, elaboradas
por los más prestigiosos eclesiásticos, para dotar de un plan de vida
espiritual y material a quienes decidían buscar su santificación
retirándose del mundo y viviendo en una comunidad. Pero nadie logró un
éxito amplio y perdurable hasta que hizo su aparición San Benito de Nursia.
Benito fundó varios monasterios, entre ellos, alrededor del año 530, el de Montecassino,
donde a su muerte (547 ó 560) fue sepultado. Para Montecassino, que
parece su primera fundación, Benito escribió "una pequeña regla para
principiantes" (en expresión suya) que trataba de adaptar el modelo de
los padres del desierto a la concreta realidad de su tiempo. Por la
misma época se producían en otros lugar de Europa tentativas similares
que tuvieron menor éxito y continuidad, como la regla de San Isidoro de Sevilla o los intentos monacales de San Millán en Suso (Rioja) y de San Fructuoso, en El Bierzo (León).
No se sabe ni el año ni el lugar exacto en los que San Benito escribió
su Regla, ni siquiera puede determinarse si la Regla tal y como hoy la
conocemos, fue redactada como un conjunto orgánico o si fue tomando
forma gradualmente en función de las necesidades de sus monjes. Sin
embargo, puede considerarse como fecha aproximada el año 530 y en
Montecasino con más probabilidades que en Subiaco, ya que la Regla es,
con certeza, el reflejo de la madurez monástica y sabiduría espiritual
de San Benito.
Los primeros cronistas señalan que cuando Montecasino fue destruido por
los lombardos en el 581, los monjes huyeron a Roma llevando consigo,
entre otros tesoros, una copia de la Regla "que el santo Padre había
escrito". A mediados del siglo VIII había en la Biblioteca del Papa una
copia que se tenía por el autógrafo de San Benito. Muchos eruditos o
estudiosos aceptan que esta era la copia que se trajo desde Montecasino
pero, a pesar de ser bastante probable, no existe certeza absoluta. De
acuerdo con esta teoría, esto posible, este manuscrito de la Regla fue
donado por el Papa Zacarías a Montecasino a mediados del siglo VIII, poco tiempo después de la reconstrucción del monasterio. Carlomagno
la encontró allí cuando visitó Montecasino a finales del siglo IX, y a
petición suya se le hizo una copia muy cuidada, y se repartió un
ejemplar con el texto a todos los monasterios del imperio. Muchas copias
de la Regla se hicieron a partir de ella, una de las cuales ha
sobrevivido hasta nuestros días.
San Benito entre unas zarzas. Miniatura del Maestro de Fauvel (siglo XIV) |
Cuando San Benito se puso a escribir su propia Regla para los
monasterios que había fundado, introdujo en ella el resultado de su
propia experiencia madura y observación. Él mismo había llevado la vida
de un ermitaño según el modelo egipcio más extremo, y en sus primeras
comunidades había probado completamente sin duda el tipo predominante de
regla monástica. Por tanto, siendo plenamente conocedor de lo
inadecuado para los tiempos y las circunstancias en las que vivía de
gran parte del sistema egipcio, avanzó a partir de aquí en una nueva
dirección, y en lugar de tratar de vivificar las viejas formas de
ascetismo, consolidó la vida cenobítica [2], acentuó el espíritu familiar,
y desaprobó todas las aventuras personales en materia de penitencias.
De esta manera, su Regla se basa en la combinación prudente y deliberada
de viejas y nuevas ideas; la competencia en austeridad fue eliminada y
se produjo a partir de este momento la absorción de lo individual en la
comunidad. Al adaptar un sistema esencialmente Oriental a las
condiciones de Occidente, San Benito le proporcionó coherencia,
estabilidad y organización, y el veredicto de la historia es unánime en
alabar los resultados de dicha adaptación.
San Benito se dio cuenta de la necesidad de una regla de gobierno
permanente y uniforme en lugar de la elección arbitraria y variable de
modelos obtenidos a partir de las vidas y máximas de los Padres del
Desierto. Y así tenemos la característica de colectivismo, demostrada
con su insistencia en la vida comunitaria, en oposición al individualismo
de los monjes Egipcios. Uno de los objetivos que tenía a la vista al
escribir su Regla fue el de la extirpación de los Sarabitas y Giróvagos [3],
a los que condena con fuerza en el primer capítulo y de cuya mala vida
probablemente habría tenido experiencias desagradables durante sus
primero años en Subiaco. Para este propósito introdujo el voto de Estabilidad,
que se convirtió en garantía de triunfo y perseverancia. Esto es
solamente otro ejemplo de la idea de familia que impregna la Regla
entera, a través de la cual los miembros de la comunidad se ataban con
un vínculo de familia, y cada uno tomaba sobre sí la obligación
de perseverar en el monasterio hasta su muerte, a menos que se le
enviase a otro lugar por sus superiores. Esto asegura a la comunidad en
conjunto, y todos sus miembros individualmente, una participación en
todos los frutos que puedan surgir del trabajo de cada monje, y esto da a
cada uno de ellos esa fuerza y vitalidad que necesariamente resulta de
formar parte de una familia unida, todos unidos de la misma manera y
persiguiendo los mismos fines. De esta manera, haga lo que haga el
monje, no lo hace como individuo independiente sino como parte de una
organización superior y así la propia comunidad se convierte en un
conjunto unido más que una mera yuxtaposición de miembros
independientes. El voto de Conversión de vida alude al esfuerzo personal tras la perfección que debe ser el objetivo de todo monje benedictino.
Detalle de la Regla de San Benito, en un manuscrito del año 1000 (Monasterio de Silos). |
Toda la legislación de la Regla, la constante represión de uno mismo, el
conformar cualquier acción personal a un norma definitiva, y la
prolongación de esta forma de vida hasta el final de la vida de uno,
esta dirigida hacia "el desprenderse del hombre viejo y el revestirse
del hombre nuevo" , y así realizar la conversio morum [4] que es inseparable de la larga vida de perseverancia bajo los postulados de la Regla. La práctica de la obediencia
es una característica necesaria en el concepto de la vida religiosa de
San Benito, si no efectivamente su esencia básica. No solamente hay un
capítulo especial dedicado a ella en la visión de la vida religiosa de
San Benito, sino que de forma reiterada se refiere a ella como el principio que debe guiar la vida del monje;
es tan esencial que es objeto de un voto especial en toda institución
religiosa, sean los benedictinos o no u otros. Según la visión de San
Benito, esta constituye uno de los trabajos positivos en los que el
monje debe someterse a si mismo, por eso lo denominó labor obedientiae.
Esta debe ser alegre, sin condiciones, y pronta; sobre todo hacia el
abad, que debe ser obedecido como si ocupara el lugar de Cristo, y
también hacia todos los hermanos de acuerdo con los dictados de la
caridad fraterna, al ser "el camino que nos lleva a Dios”. Igualmente
esta se aplica a las cosas difíciles e incluso a las imposibles, en este
último caso se intentarán con toda humildad. En conexión con el tema de
la obediencia hay una nueva cuestión como es la del sistema de gobierno
contenido en la Regla. La vida de la comunidad gira alrededor del abad (considerado) como padre de familia.
Mucha libertad con vista a los detalles se le dejaba a su "discreción y
juicio", pero esta autoridad, lejos de ser absoluta o ilimitada,
quedaba salvaguardada por la obligación que recaía sobre él, de
consultar a la comunidad acerca de todos los asuntos que afectarán a su
bienestar, bien a los mayores solamente o a toda la comunidad. Y por
otra parte, dondequiera que parece que hay una cierta libertad concedida
a los propios monjes, esta, a su vez, esta protegida contra
imprudencias por la reiterada insistencia en la necesidad de la sanción y
aprobación del abad. Los votos de pobreza y castidad, pese a no ser mencionados de forma expresa por San Benito, como en las reglas de otras órdenes, se encuentran, sin embargo, enraizados tan claramente
como para formar parte esencial e indisputable de la vida de los que él
legisla. De esta forma, por medio de los votos y de la práctica de las
variadas virtudes necesarias para su propia observancia, se comprobará
que la regla de San Benito consta no solo de una serie de norma que
regulan los detalles externos de la vida monástica sino también todos
los principios de perfección de acuerdo a los Consejos Evangélicos.
Con respecto a la obligación o poder vinculante de la Regla, debemos de distinguir entre estatutos o preceptos y los consejos.
Las primeras serían aquellas leyes que ni mandan ni prohíben de forma
absoluta, y con las últimas, aquellas que son únicamente
recomendaciones. Por lo general, los comentaristas sostienen que los
preceptos de la Regla obligan solamente bajo la pena de pecado venial, y
los consejos ni siquiera. En realidad transgresiones de gravedad contra
los votos podrían, por otra parte, caer dentro de la categoría de
pecado mortal. Debe recordarse, sin embargo, que en todos estos temas
los principios de teología moral, las leyes canónicas, las decisiones de
la Iglesia, y las regulaciones de las diferentes congregaciones deben
ser tomadas en consideración al juzgar cualquier caso particular.
La labor práctica de la Regla la desarrollaremos en el apartado "La vida
en los monasterios durante la Edad Media", explicando el concepto de "Ora et labora".