domingo, 11 de marzo de 2018

CONFLICTO ENTRE LEÓN Y VALENCIA POR EL SANTO GRIAL

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martes, 27 de febrero de 2018

PARTES DE UN MONASTERIO

domingo, 28 de enero de 2018

MONASTERIO DE LEYRE. Leyenda de San Virila


Cuenta la leyenda que el abad Virila sentía su alma hondamente preocupada por el conocimiento de la infinitud divina. Ansiaba entender el misterio de Dios, para poder así acercarse a él abandonando especulaciones teológicas que nada le aclaraban. Con esta preocupación constante, cada día, después de los oficios preceptivos, salía del monasterio y, por un senderillo que trazaron sus propios pies a fuerza de andarlo, subía la pendiente que se levantaba detrás del cenobio, hacia las rocas de Erando y la Chimenea y llegaba hasta un pequeño claro del bosque donde, junto a un manantial, se entregaba a la plegaria y a la meditación, pidiéndole a Dios que le permitiera atisbar siquiera un átomo de su eternidad, puesto que sólo ansiaba comprender ese infinito que apenas es idea sin sentido en la mente de los hombres.


Y dicen que así iban pasando los años, que el abad Virila envejecía y que sólo su deseo de infinitud le mantenía expectante del instante ansiado. Así hasta un día preciso. Un día aparentemente igual a todos los demás, en que el abad, casi por inercia, subió una vez más el camino cotidiano hasta el claro del bosque al que nadie osaba venir a molestarle. Sólo que, en aquella ocasión, las cosas fueron distintas, por una vez. Estaba en medio de su oración cuando, de pronto, un pajarillo hasta entonces desconocido comenzó a trinar junto a él. Y tan bello fue aquel trino, tanto sonó a música de las esferas, que por unos instantes el abad Virila supo que aquello era, realmente, la afirmación de todo cuanto se había preguntado a lo largo de su vida. Y, a través del canto del pajarillo, se sintió ascendido a los cielos por un momento y su alma, lejos de cualquier sensación provocada por los sentidos, supo de grandeza divina por la que tanto se preguntó, y tuvo la evidencia de haberse integrado por fin en la infinitud de esa Divinidad a la que tanto y tan fervorosamente se había encomendado.

Al regreso de aquel instante de infinitud se sintió feliz y compensado, por fin, de todas sus súplicas. Miró en torno suyo y lo vio todo distinto. Y hasta pensó que todo aquello era producto de su nuevo modo de mirar, después de saber lo que él sabía. Sus cansadas piernas le levantaron de su postración y, con renovadas energías, emprendió el regreso al cenobio, pensando en el modo en que podría contar a sus monjes la inefable experiencia que había tenido. Los árboles le parecían mucho más altos, incluso creía ver árboles nuevos. Lo atribuyó a su alegría. Incluso el monasterio le pareció distinto. Y hasta el hermano portero que le abrió le pareció otro, pero lo habría atribuido todo a su nuevo modo de ver la realidad, a no ser porque, de pronto, se dio cuenta de que tampoco el hermano portero le reconocía a él. El abad se dio a conocer, un tanto extrañado ya de tantas coincidencias insólitas. Y su asombro llegó al límite cuando el portero se quedó mirándole sin entender nada y murmurando: ~¿EI abad Virila, dices? Aquí no hay ningún abad Virila El único que hubo desapareció hace trescientos años y nadie volvió a verle jamás...

Entonces comprendió realmente. Y se dio cuenta de que aquel éxtasis celestial que a él pareció de apenas unos minutos había sido, en realidad, un largo, larguísimo contacto con el infinito que, sin darse él mismo cuenta, había durado más de trescientos años.
Reunida la comunidad, el abad Virila explicó a los monjes lo que le había sucedido y, sabiendo que había cumplido ya su misión en esta vida, murió rodeado de todos los que, gracias a él, habían aprendido lo que es un segundo de eternidad.

lunes, 8 de enero de 2018

ESTRUCTURA DE LA IGLESIA MEDIEVAL