martes, 10 de noviembre de 2015

EL SURGIMIENTO DEL MONACATO

Monasterio primitivo de San Antonio. Zafarana, Egipto (siglo IV).

Antes de entrar en materia es conveniente que veamos los antecedentes y el contexto en el que se formaría el caldo de cultivo de los futuros monasterios. Situémonos pues en los últimos siglos de existencia del Imperio Romano de Occidente.
Cuando dejó de haber emperador en Roma, el obispo de esta ciudad se convirtió pronto en el personaje más importante. Alguien tenía que proteger la ciudad y mantenerla en orden, así que sería el obispo, el denominado metropolitano, el encargado de ello. El resto de obispos de occidente, los de Italia, Galia, Hispania y África, empezarían a considerar al Papa como a su jefe. Al mismo tiempo, los obispos del Imperio Oriental se pusieron bajo el mando del emperador de Constantinopla y su patriarca. Sin embargo, hubo algunos cristianos que no deseaban tener ninguna relación con lo que sucedía en las ciudades y los demás ámbitos de poder. Pensaban que en esos contextos los hombres perdían sus virtudes, que trataban de hacerse poderosos y ricos y por tanto estaban siempre tentados de ser codiciosos, ambiciosos, egoístas y crueles, preocupándose tan sólo de ellos mismos. Algunos de los cristianos que pensaban así prefirieron apartarse de todo eso, alejarse de un mundo de egoísmo y perversidad para pasar su tiempo rezando a Dios.
Esos hombres y mujeres se hicieron eremitas, muchos de ellos de forma solitaria, en desiertos, otros prefirieron vivir en grupos, para poder así ayudarse unos a otros en la oración, el estudio de la Biblia o el trabajo. Un eremita podía hacer lo que decidiese, pero un monje [1] que viviera en comunidad tenía que adecuarse a los otros monjes de su grupo, es por ello que necesitarían reglas.
Así pues, el monaquismo se afirmaría en Occidente a partir del siglo IV, inspirándose en los ideales de vida de los ascetas de los desiertos de Egipto, como San Antonio (356), San Pacomio (346) y San Basilio (379). En Roma, esta influencia oriental halló terreno fértil gracias a la mediación de personajes carismáticos, como San Jerónimo, y a la existencia, entre la alta sociedad de la época, de una espiritualidad ascética dispuesta a acoger las propuestas monásticas. Y también fue entre las mujeres de aquella perezosa aristocracia romana donde San Jerónimo, llegado a Roma en el año 381, encontró sus más fervientes discípulos, hasta el punto de que se formaron pequeños monasterios domésticos en torno a sus casas.
Monjes de la Tebaida (Egipto), representación del siglo XIV
Quizá a causa de su carácter elitista e individual, esta primera forma de monaquismo doméstico y nobiliario tuvo poco éxito fuera de Roma. Durante el siglo V se produjo un movimiento más organizado y apoyado por la Iglesia para difundir la tradición oriental en Italia. En gran parte de Europa, sobre todo en las penínsulas Ibérica e italiana se sucedieron los intentos de crear un monacato y las reglas, elaboradas por los más prestigiosos eclesiásticos, para dotar de un plan de vida espiritual y material a quienes decidían buscar su santificación retirándose del mundo y viviendo en una comunidad. Pero nadie logró un éxito amplio y perdurable hasta que hizo su aparición San Benito de Nursia.

Benito fundó varios monasterios, entre ellos, alrededor del año 530, el de Montecassino, donde a su muerte (547 ó 560) fue sepultado. Para Montecassino, que parece su primera fundación, Benito escribió "una pequeña regla para principiantes" (en expresión suya) que trataba de adaptar el modelo de los padres del desierto a la concreta realidad de su tiempo. Por la misma época se producían en otros lugar de Europa tentativas similares que tuvieron menor éxito y continuidad, como la regla de San Isidoro de Sevilla o los intentos monacales de San Millán en Suso (Rioja) y de San Fructuoso, en El Bierzo (León). 
No se sabe ni el año ni el lugar exacto en los que San Benito escribió su Regla, ni siquiera puede determinarse si la Regla tal y como hoy la conocemos, fue redactada como un conjunto orgánico o si fue tomando forma gradualmente en función de las necesidades de sus monjes. Sin embargo, puede considerarse como fecha aproximada el año 530 y en Montecasino con más probabilidades que en Subiaco, ya que la Regla es, con certeza, el reflejo de la madurez monástica y sabiduría espiritual de San Benito.
Los primeros cronistas señalan que cuando Montecasino fue destruido por los lombardos en el 581, los monjes huyeron a Roma llevando consigo, entre otros tesoros, una copia de la Regla "que el santo Padre había escrito". A mediados del siglo VIII había en la Biblioteca del Papa una copia que se tenía por el autógrafo de San Benito. Muchos eruditos o estudiosos aceptan que esta era la copia que se trajo desde Montecasino pero, a pesar de ser bastante probable, no existe certeza absoluta. De acuerdo con esta teoría, esto posible, este manuscrito de la Regla fue donado por el Papa Zacarías a Montecasino a mediados del siglo VIII, poco tiempo después de la reconstrucción del monasterio. Carlomagno la encontró allí cuando visitó Montecasino a finales del siglo IX, y a petición suya se le hizo una copia muy cuidada, y se repartió un ejemplar con el texto a todos los monasterios del imperio. Muchas copias de la Regla se hicieron a partir de ella, una de las cuales ha sobrevivido hasta nuestros días.
San Benito entre unas zarzas. Miniatura del Maestro de Fauvel (siglo XIV)
Cuando San Benito se puso a escribir su propia Regla para los monasterios que había fundado, introdujo en ella el resultado de su propia experiencia madura y observación. Él mismo había llevado la vida de un ermitaño según el modelo egipcio más extremo, y en sus primeras comunidades había probado completamente sin duda el tipo predominante de regla monástica. Por tanto, siendo plenamente conocedor de lo inadecuado para los tiempos y las circunstancias en las que vivía de gran parte del sistema egipcio, avanzó a partir de aquí en una nueva dirección, y en lugar de tratar de vivificar las viejas formas de ascetismo, consolidó la vida cenobítica [2], acentuó el espíritu familiar, y desaprobó todas las aventuras personales en materia de penitencias. De esta manera, su Regla se basa en la combinación prudente y deliberada de viejas y nuevas ideas; la competencia en austeridad fue eliminada y se produjo a partir de este momento la absorción de lo individual en la comunidad. Al adaptar un sistema esencialmente Oriental a las condiciones de Occidente, San Benito le proporcionó coherencia, estabilidad y organización, y el veredicto de la historia es unánime en alabar los resultados de dicha adaptación.
San Benito se dio cuenta de la necesidad de una regla de gobierno permanente y uniforme en lugar de la elección arbitraria y variable de modelos obtenidos a partir de las vidas y máximas de los Padres del Desierto. Y así tenemos la característica de colectivismo, demostrada con su insistencia en la vida comunitaria, en oposición al individualismo de los monjes Egipcios. Uno de los objetivos que tenía a la vista al escribir su Regla fue el de la extirpación de los Sarabitas y Giróvagos [3], a los que condena con fuerza en el primer capítulo y de cuya mala vida probablemente habría tenido experiencias desagradables durante sus primero años en Subiaco. Para este propósito introdujo el voto de Estabilidad, que se convirtió en garantía de triunfo y perseverancia. Esto es solamente otro ejemplo de la idea de familia que impregna la Regla entera, a través de la cual los miembros de la comunidad se ataban con un vínculo de familia, y cada uno tomaba sobre sí la obligación de perseverar en el monasterio hasta su muerte, a menos que se le enviase a otro lugar por sus superiores. Esto asegura a la comunidad en conjunto, y todos sus miembros individualmente, una participación en todos los frutos que puedan surgir del trabajo de cada monje, y esto da a cada uno de ellos esa fuerza y vitalidad que necesariamente resulta de formar parte de una familia unida, todos unidos de la misma manera y persiguiendo los mismos fines. De esta manera, haga lo que haga el monje, no lo hace como individuo independiente sino como parte de una organización superior y así la propia comunidad se convierte en un conjunto unido más que una mera yuxtaposición de miembros independientes. El voto de Conversión de vida alude al esfuerzo personal tras la perfección que debe ser el objetivo de todo monje benedictino. 
Detalle de la Regla de San Benito, en un manuscrito del año 1000 (Monasterio de Silos).
Toda la legislación de la Regla, la constante represión de uno mismo, el conformar cualquier acción personal a un norma definitiva, y la prolongación de esta forma de vida hasta el final de la vida de uno, esta dirigida hacia "el desprenderse del hombre viejo y el revestirse del hombre nuevo" , y así realizar la conversio morum [4] que es inseparable de la larga vida de perseverancia bajo los postulados de la Regla. La práctica de la obediencia es una característica necesaria en el concepto de la vida religiosa de San Benito, si no efectivamente su esencia básica. No solamente hay un capítulo especial dedicado a ella en la visión de la vida religiosa de San Benito, sino que de forma reiterada se refiere a ella como el principio que debe guiar la vida del monje; es tan esencial que es objeto de un voto especial en toda institución religiosa, sean los benedictinos o no u otros. Según la visión de San Benito, esta constituye uno de los trabajos positivos en los que el monje debe someterse a si mismo, por eso lo denominó labor obedientiae. Esta debe ser alegre, sin condiciones, y pronta; sobre todo hacia el abad, que debe ser obedecido como si ocupara el lugar de Cristo, y también hacia todos los hermanos de acuerdo con los dictados de la caridad fraterna, al ser "el camino que nos lleva a Dios”. Igualmente esta se aplica a las cosas difíciles e incluso a las imposibles, en este último caso se intentarán con toda humildad. En conexión con el tema de la obediencia hay una nueva cuestión como es la del sistema de gobierno contenido en la Regla. La vida de la comunidad gira alrededor del abad (considerado) como padre de familia. Mucha libertad con vista a los detalles se le dejaba a su "discreción y juicio", pero esta autoridad, lejos de ser absoluta o ilimitada, quedaba salvaguardada por la obligación que recaía sobre él, de consultar a la comunidad acerca de todos los asuntos que afectarán a su bienestar, bien a los mayores solamente o a toda la comunidad. Y por otra parte, dondequiera que parece que hay una cierta libertad concedida a los propios monjes, esta, a su vez, esta protegida contra imprudencias por la reiterada insistencia en la necesidad de la sanción y aprobación del abad. Los votos de pobreza y castidad, pese a no ser mencionados de forma expresa por San Benito, como en las reglas de otras órdenes, se encuentran, sin embargo, enraizados tan claramente como para formar parte esencial e indisputable de la vida de los que él legisla. De esta forma, por medio de los votos y de la práctica de las variadas virtudes necesarias para su propia observancia, se comprobará que la regla de San Benito consta no solo de una serie de norma que regulan los detalles externos de la vida monástica sino también todos los principios de perfección de acuerdo a los Consejos Evangélicos.
Con respecto a la obligación o poder vinculante de la Regla, debemos de distinguir entre estatutos o preceptos y los consejos. Las primeras serían aquellas leyes que ni mandan ni prohíben de forma absoluta, y con las últimas, aquellas que son únicamente recomendaciones. Por lo general, los comentaristas sostienen que los preceptos de la Regla obligan solamente bajo la pena de pecado venial, y los consejos ni siquiera. En realidad transgresiones de gravedad contra los votos podrían, por otra parte, caer dentro de la categoría de pecado mortal. Debe recordarse, sin embargo, que en todos estos temas los principios de teología moral, las leyes canónicas, las decisiones de la Iglesia, y las regulaciones de las diferentes congregaciones deben ser tomadas en consideración al juzgar cualquier caso particular.
La labor práctica de la Regla la desarrollaremos en el apartado "La vida en los monasterios durante la Edad Media", explicando el concepto de "Ora et labora".

sábado, 7 de noviembre de 2015

La Papisa Juana, la única mujer que gobernó la Iglesia

Cartel película La Pontífice
115 cardenales decidirán a partir de este martes quién es el hombre que toma las riendas de la Iglesia Católica. Será el Papa número 266 en dos milenios de historia, todos ellos varones... o al menos eso parece. Los cónclaves están envueltos en miles de leyendas y anécdotas, pero una de ellas pone en cuestión que todos los líderes de la Iglesia hayan sido hombres.
Según el mito, una mujer disfrazada de varón fue elegida Papa y gobernó entre los años 855 y 857, hasta que comenzó a sufrir las contracciones de un parto en medio de una procesión y dio a luz en público a su hijo, lo que provocó la ira de los fieles.
Juana nació cerca de Maguncia (actual Alemania) y las versiones sobre por qué escondió su feminidad son múltiples, desde el miedo a una posible violación hasta el amor por un joven estudiante que la obligaba a aparentar ser hombre para estudiar cerca de él. La única confluencia que guardan todas las versiones de esta leyenda es que Juana tenía un gran poder de oratoria y que eso le sirvió para labrarse un futuro dentro de la Iglesia. Juana entró en la religión como copista bajo el nombre masculino de Johannes Anglicus. En su nueva situación, Juana pudo viajar con frecuencia de monasterio en monasterio y relacionarse con grandes personajes de la época.
Por entonces, la elección papal dependía de las votaciones de todos los fieles de Roma y su popularidad la alzó al liderazgo de la Iglesia. Juana tuvo entonces la desdicha de convertirse en la amante de un embajador, y quedó embarazada. Disimuló su estado gracias a las enormes túnicas que vestía pero finalmente dio a luz durante una procesión. A partir de ahí las distintas versiones del mito vuelven a contradecirse entre sí. Algunos dicen que fue lapidada por los fieles airados y otros que murió atada a los pies de un caballo que la arrastró por toda la ciudad hasta extramuros.
Desde entonces y, para evitar nuevos casos, se fabricó un asiento papal conocido como «sedia stercoraria» que disponía de un agujero en el centro del mismo. Según numerosos escritos, éste se utilizaba una vez elegido nuevo Papa tras el cónclave y su función era determinar mediante el palpado testicular si el nuevo Pontífice era realmente un varón.
Aunque hay numerosos escritos respecto a la papisa Juana no se precisa a qué Pontificado corresponde, aunque se barajan los de Juan VIII o Benedicto III. La hipótesis principal sobre la génesis de esta leyenda es un intento de desprestigio de la figura Juan VIII por su actitud benevolente con otras iglesias. Esto provocó que fuese tachado de poco varonil y se le adjudicara una «actitud femenina».
A pesar de que la historia niegue la existencia de la papisa Juana, numerosos cuadros representan su leyenda e incluso Liv Ullmandirigió una película sobre la única mujer que pudo algún día liderar la Iglesia Católica.
Fuente. Diario ABC (España)

¿Puede renunciar un Papa?

El Vaticano ya ha confirmado la noticia: «El Papa Benedicto XVI renuncia a su cargo». Pero, ¿Cabe «la renuncia» en una institución como la Iglesia Católica? La respuesta es sí, aunque el último precedente tiene cinco siglos de antigüedad.
El Papa Gregorio XII, representante de la Iglesia desde 1406 hasta 1415, tuvo que abandonar su posición para poner fin al llamado «Cisma de Occidente», que dividió a la jerarquía católica en dos ramas: Clemente VII en Avigñón y Urbano VI en Roma, se excomulgaron mutuamente y el Cisma quedó abierto durante varias generaciones, hasta la renuncia de Gregorio XII.
En principio, el Derecho canónico no establece ninguna oposición siempre y cuando el Pontífice exprese su renuncia de «forma pública y libre».
Así lo ha expresado Benedicto XVI durante la canonización de lo mártires de Otranto: «Siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005», ha expresado el Pontífice achacando la decisión a su «avanzada edad» y a su «falta de fuerza».
Además, subraya el Canon 332,2 que «los dos modos previstos en la legislación para el cambio en la cabeza de la Iglesia son el fallecimiento o su renuncia y que este segundo supuesto tiene una peculiaridad: no se requiere que sea aceptada por nadie, dado que no tiene superior en la tierra».
Los otros casos de renuncia al pontificado han sido los de Benedicto IX, elegido en el 1032 y Celestino V, que se retiró en 1294 al declararse carente de experiencia en el manejo de los asuntos de la Iglesia.
Celestino V abandonó solo 5 meses después de su designación. Fue este Papa quien para cubrirse las espaldas, emitió un Decreto que declaraba que estaba «permitida la renuncia de un Papa». Es este documento el que confirma la figura de la renuncia, negando toda duda al respecto.
El Papa Benedicto XVI será por lo tanto el cuarto Pontífice en renunciar al ministerio papal en la historia de la Iglesia católica.
Todo lo que debe hacer a partir de ahora Benedicto XVI es escribir una «carta de renuncia oficial» al Colegio Cardenalicio, órgano electoral y supremo de la Iglesia Católica.
Benedicto XVI ya explicó en 2010 que un Papa puede dimitir «en un momento de serenidad, no en el momento del peligro». En el mismo documento, ya señalaba que notaba cómo sus fuerzas iban disminuyendo y temía que el trabajo que conllevaba su misión «sea excesivo para un hombre de 83 años».
El 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante. A partir de este momento la cuestión será irreversible: «Una vez hecha la renuncia y manifestada, en el modo que sea, a la Iglesia por el Romano Pontífice queda vacante (la sede pontificia) y no puede volverse atrás», recoge el Canon.
Fuente. Diario ABC (España)

El mundo monástico

Actividades agrícolas en el monasterio (miniatura medieval)
En el siglo IX, los monasterios proliferaron en Europa y, tras sus muros, se gestó una nueva visión religiosa, que no excluía el trabajo manual. Al contrario, convirtió el tradicional castigo divino en uno de los factores de desarrollo.

En el marco de la expansión del cristianismo, las experiencias monásticas proliferaron en las costas de Provenza y luego, en Irlanda, donde la difusión del fenómeno coincidió con la evangelización de la isla por obra de San Patricio, iniciada en 432. El monaquismo cobró fuerza con la experiencia de Benito de Nursia, quien al fundar el monasterio de Montecassino, compuso la Regula Benedicti, compendio de reglas destinadas a sistematizar la vida religiosa.
San Benito pertenecía a una familia acomodada de Umbría, procedente de la aristocracia romana. En un principio, estaba destinado a ocupar un cargo en la burocracia estatal, pero su carrera dio un giro notable cuando decidió sumarse a una comunidad eremita en Efido. Posteriormente se retiró a Subiaco, donde organizó una nueva comunidad eremita según las normas establecidas por Pacomio. Debido a conflictos internos, se estableció en Montecassino, en Campania (Italia), una región donde el paganismo todavía permanecía vigente.
San Benito subrayó la subordinación de los miembros de la comunidad al abad, y el mantenimiento de por vida de los vínculos con el centro religioso.
El gran cambio que estableció la reforma benedictina fue el de reducir la austeridad corporal en aras de un mayor esfuerzo en la formación intelectual. Puso el acento en la importancia de la lectura y del estudio, para lo cual exigió que cada monasterio contase con una biblioteca y una escuela. Estos dos elementos fueron las bases de lo que posteriormente serían las escuelas episcopales. San Benito destacó la importancia de que los monjes ejerciesen el trabajo manual y sistematizó la práctica regular de la plegaria, adoptando la máxima ora et labora.
San Benito de Nursia
La entrada en el monacato obligaba al monje a permanecer en él toda la vida, respetando los votos de pobreza y castidad. Para la dirección de la comunidad, los monjes elegían un abad, al cual debían obediencia. Como padre y guía, el abad se encargaba de mantener la disciplina, tanto en el aspecto religioso como mundano (comidas, vestimentas, etc). Dado el caso, el abad estaba facultado para castigar a los monjes que infringieran las reglas. Por lo general, el castigo consistía en jornadas de ayuno, exposición más o menos prolongada a las inclemencias climáticas o incremento de las horas de trabajo.
Pese al excelente funcionamiento del sistema monástico benedictino, éste tardó al principio en imponerse. Tanto en la península itálica como en la Galia, la regla benedictina debió competir con muchas otras formas organizativas. Uno de los méritos del papa Gregorio Magno fue precisamente reconocer las posibilidades que ofrecía el monacato benedictino como un instrumento al servicio de la autoridad pontificia. En la época de las misiones para cristianizar a los pueblos que aún profesaban cultos paganos, se pusieron de manifiesto todas las implicaciones de este vínculo entre la política papal y la difusión de un monaquismo disciplinado y bien organizado.
Revalorización del trabajo
El monasterio se esforzaba por desarrollar una economía lo más autárquica posible y producir en sus propios terrenos todo lo necesario para su autosubsistencia. La variada actividad de los monjes abarcaba tanto el cultivo del campo y de la huerta como los oficios artesanales. Por lo general, los trabajos más duros fueron realizados en gran parte por los campesinos libres y siervos que vivían en las tierras abaciales y, más tarde por los hermanos legos. Pero los oficios artesanales, especialmente en los primeros tiempos, fueron ejecutados principalmente por los monjes. Y fue precisamente por la organización del artesanado por lo que el monacato ejerció una profunda influencia en la evolución artística y cultural de la Edad Media.
De este modo, aunque era común la presencia de aristócratas en los monasterios, la vida monacal impuso una nueva valoración del trabajo. En este sentido, las reglas monásticas ejercerían gran influencia en la moral burguesa de la Baja Edad Media, tal como se iba a expresar posteriormente en las ordenanzas de los gremios. Puede afirmarse que los monjes fueron los primeros que enseñaron en Occidente a trabajar con método. Hasta la reorganización de la vida urbana, los talleres que, herederos de la antigua manufactura romana, eran todavía numerosos en las ciudades, trabajaban dentro de unos límites muy modestos, y aportaron poco al desarrollo de las posteriores técnicas industriales.
También en los palacios señoriales y en las más importantes cortes feudales había artesanos especializados, que trabajaban de manera obligatoria y gratuita, pero pertenecían a la casa real o a la servidumbre. Su trabajo se desarrollaba dentro de los marcos del trabajo doméstico. La independencia del artesano fue fruto, entre otros motivos, de la aparición de los monasterios. En ellos fue donde, por primera vez, aprendieron a ahorrar tiempo,a dividir y aprovechar racionalmente el día, a medir el paso de las horas y a anunciarlo con el toque de campana. El principio de la división del trabajo se convirtió en el fundamento de la producción.

Focos de difusión

En Occidente, el desarrollo del monaquismo se produjo a partir de dos grandes focos que supusieron una ruptura con el modelo oriental. Durante los siglos VI y VII, los monjes irlandeses, entre ellos San Columbano, fundador del monasterio de Bobbio (Italia), penetraron en el norte del continente en funciones misioneras. En Italia, la Regula Benedicti prosperó al limitar el rigorismo ascético del monaquismo occidental y adaptarlo a la época. Los monasterios benedictinos se convirtieron en importantes centros productivos, culturales y religiosos, sobre todo a partir de Casiodoro de Vivario (Calabria). En el siglo VII se extendieron por la Galia.
La actividad cultural
Monje copista
Tras la muerte de Carlomagno, la corte dejó de ser el centro cultural de Europa. El desmembramiento del mundo carolingio convirtió los monasterios en los nuevos focos de actividad intelectual y artística. La copia y la iluminación de manuscritos fueron una de las grandes tareas monacales, como lo demuestran las obras realizadas en Tour, Fleury, Corbie, Tréveris, Colonia, Ratisbona, Reichenau, San Albano o Winchester. El trabajo estaba organizado por especialidades. En los talleres destinados a esta actividad (scriptoria), además de los pintores (miniatores), estaban los maestros de caligrafía (antiquarii), los ayudantes (scriptores) y los pintores de iniciales (rubricatores). Junto con la ilustración de textos, los monjes se ocupaban de arquitectura, escultura y pintura, eran orfebres y esmaltadores, tejían sedas y tapicerías, creaban fundiciones de campanas y talleres de encuadernación de libros, de producción de vidrio y cerámica.
Algunos monasterios llegaron a convertirse en grandes centros productivos, como el de Saint Riquier, que ya en el siglo IX tenía un trazado de calles con los talleres agrupados por oficios.
Muchas veces, los talleres monacales también eran sedes de experimentos tecnológicos. A fines del siglo XI, el monje benedictino Teófilo describía en sus notas (schedula diversarum artium) una serie de inventos hechos en los monasterios, como fabricación de vidrio, pinturas al fuego en vidrieras y mezcla de colores al óleo.
Por lo demás, numerosos artistas y artesanos libres, que recorrían Europa, procedían en gran parte de los talleres monacales, que al mismo tiempo eran las "escuelas de arte" de la época y se dedicaban especialmente a la formación de nuevas promociones de maestros. Especial nivel de formación artística alcanzó el monasterio de Solignac, cuyo fundador, San Eligio, fue el más famoso orfebre del siglo VII. El obispo Bernardo, creador de las puertas de bronce de la catedral de Hildesheim, se destacó como formador de numerosos maestros fundidores.
Muy importante fue la contribución del monacato al desarrollo de la arquitectura. Hasta el florecimiento de las ciudades y la aparición de las logias, la arquitectura estuvo en manos casi exclusivamente eclesiásticas, si bien los artistas y operarios que trabajaban en la construcción no solían ser monjes. Éstos participaban como organizadores. Del monje Hilduardo, por ejemplo, se sabe que fue el maestro de obras de la iglesia abacial de Saint Père, en Chartres; San Bernardo de Claraval, puso a disposición de otros monasterios a un miembro de su orden, el arquitecto Achard, e Isemberto, arquitecto de la catedral de Saintes, La Rochela y otras ciudades.
Las reformas de Cluny y el Císter
Durante los siglos X y XI, surgió un movimiento de reforma que pretendía elevar el nivel moral del clero, luchar contra el matrimonio y concubinato de los clérigos y abolir la simonía -compra y venta de los cargos eclesiásticos-. En una época en que los monarcas nombraban a los obispos, e incluso los señores feudales designaban a los párrocos, los reformadores perseguían también la separación entre el poder eclesiástico y el poder civil. En este contexto obtuvo una especial resonancia el movimiento cluniacense, que partió en la abadía de Cluny, fundada en 910 por el duque Guillermo de Aquitania. Además de una reforma económica y administrativa de los monasterios benedictinos, se basaba en una dependencia exclusiva de la jerarquía eclesiástica, intensificando una estricta disciplina. Otros movimientos propugnaron una vuelta al espírtiu de la Iglesia primitiva -eremitas y cenobitas en Italia-. Por otro lado, en 1098, el abad Roberto de Molesme fundó la orden del Císter, en Citeaux (Francia), desde donde partió otro movimiento reformista, el cisterciense, que pretendió vivir con absoluta rigurosidad los ideales de San Benito.

Fuente. Historia Universal. La Alta Edad Media y el Islam, Editorial Sol 90, Barcelona, 2004