miércoles, 23 de diciembre de 2015

El mercado de las reliquias

Los efectos milagrosos que tenía el contacto con los restos de santos alimentaron el tráfico de reliquias y también el fraude
Por Covadonga Valdaliso. Historiadora, Historia NG nº 130
El culto de las reliquias ha sido uno de los elementos más característicos y llamativos del cristianismo desde sus orígenes. Las reliquias se definen como los restos de los mártires o los santos, ya sean corporales –como los huesos, el cabello o incluso tejido orgánico– u objetos asociados con el santo en cuestión y su martirio. Se guardaban en recipientes especiales, los relicarios, y se colocaban en las iglesias ­–bajo el altar o en una capilla– para que los fieles los veneraran en el día de cada santo y participaran de la santidad y gracia ligadas a esos restos. El culto a las reliquias se popularizó inmensamente durante la Edad Media; las gentes esperaban de ellas efectos casi mágicos y no dudaban en peregrinar cientos de kilómetros para alcanzar las más preciadas, las de los apóstoles Pedro y Pablo y otros incontables santos que había en Roma, o la de Santiago en Compostela.
Esta práctica religiosa evolucionó a lo largo del tiempo, como muestra una conocida anécdota de fines del siglo VI. La emperatriz Constantina, hija del emperador Tiberio II y esposa del también emperador Mauricio, pidió al papa Gregorio Magno que le enviase la cabeza o alguna otra parte del cuerpo del apóstol san Pablo para colocarla en la capilla que estaba construyendo en su palacio de Constantinopla.

Pedazos de esqueleto

En su respuesta, el papa le ofreció limaduras de las cadenas que había llevado el mismo san Pablo en su cautiverio y le explicó así la negativa a entregarle la cabeza: «Conozca, mi más serena señora, que la costumbre de los romanos no es, ante las reliquias de los santos, tocar su cuerpo, sino poner un brandeum [una prenda] en una caja cercana al sagrado cuerpo del santo».  El episodio ilustra la idea de que en la Cristiandad occidental, en los primeros siglos de la Edad Media, los sepulcros de los santos no solían ser violados, al contrario de lo que ocurría en Bizancio.
Sin embargo, la realidad contradecía las palabras de Gregorio: cuerpos enteros, y también pedazos de ellos, circulaban por doquier, junto con objetos diversos que en algún momento habían estado en contacto con Jesucristo, la Virgen, los apóstoles u otros santos. Paños introducidos en sepulcros, ropas, instrumentos de martirio y tierra del Coliseo –lugar donde se había dado muerte a muchos mártires– salían de Roma en manos de emisarios, peregrinos y mercaderes. El propio Gregorio Magno había regalado al monarca visigodo Recaredo el cáliz de la Última Cena, hallado en la tumba de san Lorenzo.
En la Alta Edad Media, las catacumbas romanas dieron abundante material a los coleccionistas de reliquias. En el siglo IX, el diácono Deusdona creó una asociación destinada a su venta y comenzó a exportarlas fuera de Italia. El mercado fue creciendo, pero la materia prima comenzó a escasear. Así, si al principio el interés se centraba en objetos relacionados con Cristo, los apóstoles o los mártires, luego se extendió a los restos de otros santos, obispos, abades e incluso de reyes y aristócratas que habían mostrado en vida alguna relación con la causa religiosa. En ocasiones el tráfico se aceleraba. Durante la cuarta cruzada, el expolio de los templos de Constantinopla procuró, según decía Roberto de Clarí en 1204, entre otras cosas, «dos fragmentos de la Vera Cruz, tan gruesos como la pierna de un hombre y tan largos como una media toesa. Y se encontró también el hierro de la lanza con la que fue herido el costado de Nuestro Señor y los dos clavos con que clavaron sus manos y sus pies. Y se encontró también la túnica que había llevado y de la que fue despojado cuando lo llevaron al Calvario. Y se encontró también la corona bendita con la que fue coronado, que era de juncos marinos, tan puntiagudos como hierros de leznas. Y se encontró también el vestido de Nuestra Señora y la cabeza de monseñor san Juan Bautista, y tantas otras reliquias que no podría describirlas».

El mercado de las reliquias

Existía un auténtico ránking de reliquias en función de su valor. Las más apreciadas eran las relacionadas con la vida de Cristo, las reliquias de los apóstoles y los restos de los santos más venerados. Los cuerpos enteros, las cabezas, los brazos, las tibias y los órganos vitales tenían más importancia que otros restos humanos, y su antigüedad incrementaba su valor. Los lugares con menos santos, y con menos poder económico o político, contaban con objetos de menor relevancia. Con huesos, dientes, pieles, astillas y retales se consagraban altares, se encabezaban procesiones y se elaboraban relicarios. Los clérigos los compraban, incentivados por decretos conciliares en los que se instaba a poseer reliquias para consagrar con ellas los altares.
Los laicos también las adquirían, para tenerlas en sus casas, llevarlas en sus bolsas o colgarlas del cuello. Se entendía que las reliquias ponían en contacto con la divinidad y a muchas se les atribuían poderes sanatorios, e incluso milagrosos. La demanda incentivó el comercio; muchas reliquias pasaban de un lugar a otro, algunas se fragmentaban para atender todas las peticiones, otras se duplicaban, esto es, se falsificaban. Así se explica que de la más importante de las reliquias de la Cristiandad, la Vera Cruz o lignum crucis –hallada por Elena, madre de Constantino, y siglos más tarde portada por los templarios en las batallas–, se venerasen tantos fragmentos
que, según se dice, con ellos podrían haberse compuesto varias cruces.
Otros santos distribuían por sí mismos sus restos, sin necesidad de portadores. Una imaginativa leyenda cuenta cómo en Arlés, al sur de Francia, se conservaba una columna de mármol muy alta, construida justo detrás de una iglesia y teñida de púrpura: era la sangre de san Ginés, un actor convertido al cristianismo en el siglo III al que la «chusma infiel» ató a la columna y degolló. La historia añadía que, «tras ser degollado, el santo en persona tomó su propia cabeza en las manos y la arrojó al Ródano, y su cuerpo fue transportado por el río hasta la basílica de san Honorato, en la que yace con todos los honores. Su cabeza, en cambio, flotando por el Ródano y el mar, llegó guiada por los ángeles a la ciudad española de Cartagena, donde en la actualidad descansa gloriosamente y obra numerosos milagros».

¿Dos cabezas del Bautista?

Para evitar los frecuentes fraudes que ideaban los mercaderes era posible poner a prueba las reliquias: si no obraban un milagro se consideraba que eran falsas. Además, debían ser aceptadas como tales por la Iglesia, pues de lo contrario venerarlas se castigaba con el Purgatorio. Sin embargo, había reliquias improbables, como el prepucio de Jesucristo, la leche de la Virgen o el cordón umbilical de la misma María, por ejemplo, o bien una pluma del Espíritu Santo, que se conserva en Oviedo, las monedas por las que se vendió Judas, distribuidas en diversos lugares, o el suspiro de san José, que se custodiaba en Blois y hoy se guarda en el Vaticano. Estos y otros objetos creaban polémicas a menudo. Guiberto de Nogent, un escéptico monje benedictino que vivió entre los siglos XII y XIII, creía imposible que el diente conservado en Saint-Medard fuese de Cristo, pues era dogma de fe que su cuerpo había resucitado; y señalaba
el absurdo de que hubiese dos cabezas de san Juan Bautista, una en Saint-Jean-d’Angely y otra en Constantinopla, obviando o ignorando que, en realidad, había varias.

Para saber más

Iconografía de los santos. Louis Réau. El Serbal, 1997-1998.
La leyenda dorada. Jacobo de la Vorágine. Alianza, 2008.

martes, 10 de noviembre de 2015

EL SURGIMIENTO DEL MONACATO

Monasterio primitivo de San Antonio. Zafarana, Egipto (siglo IV).

Antes de entrar en materia es conveniente que veamos los antecedentes y el contexto en el que se formaría el caldo de cultivo de los futuros monasterios. Situémonos pues en los últimos siglos de existencia del Imperio Romano de Occidente.
Cuando dejó de haber emperador en Roma, el obispo de esta ciudad se convirtió pronto en el personaje más importante. Alguien tenía que proteger la ciudad y mantenerla en orden, así que sería el obispo, el denominado metropolitano, el encargado de ello. El resto de obispos de occidente, los de Italia, Galia, Hispania y África, empezarían a considerar al Papa como a su jefe. Al mismo tiempo, los obispos del Imperio Oriental se pusieron bajo el mando del emperador de Constantinopla y su patriarca. Sin embargo, hubo algunos cristianos que no deseaban tener ninguna relación con lo que sucedía en las ciudades y los demás ámbitos de poder. Pensaban que en esos contextos los hombres perdían sus virtudes, que trataban de hacerse poderosos y ricos y por tanto estaban siempre tentados de ser codiciosos, ambiciosos, egoístas y crueles, preocupándose tan sólo de ellos mismos. Algunos de los cristianos que pensaban así prefirieron apartarse de todo eso, alejarse de un mundo de egoísmo y perversidad para pasar su tiempo rezando a Dios.
Esos hombres y mujeres se hicieron eremitas, muchos de ellos de forma solitaria, en desiertos, otros prefirieron vivir en grupos, para poder así ayudarse unos a otros en la oración, el estudio de la Biblia o el trabajo. Un eremita podía hacer lo que decidiese, pero un monje [1] que viviera en comunidad tenía que adecuarse a los otros monjes de su grupo, es por ello que necesitarían reglas.
Así pues, el monaquismo se afirmaría en Occidente a partir del siglo IV, inspirándose en los ideales de vida de los ascetas de los desiertos de Egipto, como San Antonio (356), San Pacomio (346) y San Basilio (379). En Roma, esta influencia oriental halló terreno fértil gracias a la mediación de personajes carismáticos, como San Jerónimo, y a la existencia, entre la alta sociedad de la época, de una espiritualidad ascética dispuesta a acoger las propuestas monásticas. Y también fue entre las mujeres de aquella perezosa aristocracia romana donde San Jerónimo, llegado a Roma en el año 381, encontró sus más fervientes discípulos, hasta el punto de que se formaron pequeños monasterios domésticos en torno a sus casas.
Monjes de la Tebaida (Egipto), representación del siglo XIV
Quizá a causa de su carácter elitista e individual, esta primera forma de monaquismo doméstico y nobiliario tuvo poco éxito fuera de Roma. Durante el siglo V se produjo un movimiento más organizado y apoyado por la Iglesia para difundir la tradición oriental en Italia. En gran parte de Europa, sobre todo en las penínsulas Ibérica e italiana se sucedieron los intentos de crear un monacato y las reglas, elaboradas por los más prestigiosos eclesiásticos, para dotar de un plan de vida espiritual y material a quienes decidían buscar su santificación retirándose del mundo y viviendo en una comunidad. Pero nadie logró un éxito amplio y perdurable hasta que hizo su aparición San Benito de Nursia.

Benito fundó varios monasterios, entre ellos, alrededor del año 530, el de Montecassino, donde a su muerte (547 ó 560) fue sepultado. Para Montecassino, que parece su primera fundación, Benito escribió "una pequeña regla para principiantes" (en expresión suya) que trataba de adaptar el modelo de los padres del desierto a la concreta realidad de su tiempo. Por la misma época se producían en otros lugar de Europa tentativas similares que tuvieron menor éxito y continuidad, como la regla de San Isidoro de Sevilla o los intentos monacales de San Millán en Suso (Rioja) y de San Fructuoso, en El Bierzo (León). 
No se sabe ni el año ni el lugar exacto en los que San Benito escribió su Regla, ni siquiera puede determinarse si la Regla tal y como hoy la conocemos, fue redactada como un conjunto orgánico o si fue tomando forma gradualmente en función de las necesidades de sus monjes. Sin embargo, puede considerarse como fecha aproximada el año 530 y en Montecasino con más probabilidades que en Subiaco, ya que la Regla es, con certeza, el reflejo de la madurez monástica y sabiduría espiritual de San Benito.
Los primeros cronistas señalan que cuando Montecasino fue destruido por los lombardos en el 581, los monjes huyeron a Roma llevando consigo, entre otros tesoros, una copia de la Regla "que el santo Padre había escrito". A mediados del siglo VIII había en la Biblioteca del Papa una copia que se tenía por el autógrafo de San Benito. Muchos eruditos o estudiosos aceptan que esta era la copia que se trajo desde Montecasino pero, a pesar de ser bastante probable, no existe certeza absoluta. De acuerdo con esta teoría, esto posible, este manuscrito de la Regla fue donado por el Papa Zacarías a Montecasino a mediados del siglo VIII, poco tiempo después de la reconstrucción del monasterio. Carlomagno la encontró allí cuando visitó Montecasino a finales del siglo IX, y a petición suya se le hizo una copia muy cuidada, y se repartió un ejemplar con el texto a todos los monasterios del imperio. Muchas copias de la Regla se hicieron a partir de ella, una de las cuales ha sobrevivido hasta nuestros días.
San Benito entre unas zarzas. Miniatura del Maestro de Fauvel (siglo XIV)
Cuando San Benito se puso a escribir su propia Regla para los monasterios que había fundado, introdujo en ella el resultado de su propia experiencia madura y observación. Él mismo había llevado la vida de un ermitaño según el modelo egipcio más extremo, y en sus primeras comunidades había probado completamente sin duda el tipo predominante de regla monástica. Por tanto, siendo plenamente conocedor de lo inadecuado para los tiempos y las circunstancias en las que vivía de gran parte del sistema egipcio, avanzó a partir de aquí en una nueva dirección, y en lugar de tratar de vivificar las viejas formas de ascetismo, consolidó la vida cenobítica [2], acentuó el espíritu familiar, y desaprobó todas las aventuras personales en materia de penitencias. De esta manera, su Regla se basa en la combinación prudente y deliberada de viejas y nuevas ideas; la competencia en austeridad fue eliminada y se produjo a partir de este momento la absorción de lo individual en la comunidad. Al adaptar un sistema esencialmente Oriental a las condiciones de Occidente, San Benito le proporcionó coherencia, estabilidad y organización, y el veredicto de la historia es unánime en alabar los resultados de dicha adaptación.
San Benito se dio cuenta de la necesidad de una regla de gobierno permanente y uniforme en lugar de la elección arbitraria y variable de modelos obtenidos a partir de las vidas y máximas de los Padres del Desierto. Y así tenemos la característica de colectivismo, demostrada con su insistencia en la vida comunitaria, en oposición al individualismo de los monjes Egipcios. Uno de los objetivos que tenía a la vista al escribir su Regla fue el de la extirpación de los Sarabitas y Giróvagos [3], a los que condena con fuerza en el primer capítulo y de cuya mala vida probablemente habría tenido experiencias desagradables durante sus primero años en Subiaco. Para este propósito introdujo el voto de Estabilidad, que se convirtió en garantía de triunfo y perseverancia. Esto es solamente otro ejemplo de la idea de familia que impregna la Regla entera, a través de la cual los miembros de la comunidad se ataban con un vínculo de familia, y cada uno tomaba sobre sí la obligación de perseverar en el monasterio hasta su muerte, a menos que se le enviase a otro lugar por sus superiores. Esto asegura a la comunidad en conjunto, y todos sus miembros individualmente, una participación en todos los frutos que puedan surgir del trabajo de cada monje, y esto da a cada uno de ellos esa fuerza y vitalidad que necesariamente resulta de formar parte de una familia unida, todos unidos de la misma manera y persiguiendo los mismos fines. De esta manera, haga lo que haga el monje, no lo hace como individuo independiente sino como parte de una organización superior y así la propia comunidad se convierte en un conjunto unido más que una mera yuxtaposición de miembros independientes. El voto de Conversión de vida alude al esfuerzo personal tras la perfección que debe ser el objetivo de todo monje benedictino. 
Detalle de la Regla de San Benito, en un manuscrito del año 1000 (Monasterio de Silos).
Toda la legislación de la Regla, la constante represión de uno mismo, el conformar cualquier acción personal a un norma definitiva, y la prolongación de esta forma de vida hasta el final de la vida de uno, esta dirigida hacia "el desprenderse del hombre viejo y el revestirse del hombre nuevo" , y así realizar la conversio morum [4] que es inseparable de la larga vida de perseverancia bajo los postulados de la Regla. La práctica de la obediencia es una característica necesaria en el concepto de la vida religiosa de San Benito, si no efectivamente su esencia básica. No solamente hay un capítulo especial dedicado a ella en la visión de la vida religiosa de San Benito, sino que de forma reiterada se refiere a ella como el principio que debe guiar la vida del monje; es tan esencial que es objeto de un voto especial en toda institución religiosa, sean los benedictinos o no u otros. Según la visión de San Benito, esta constituye uno de los trabajos positivos en los que el monje debe someterse a si mismo, por eso lo denominó labor obedientiae. Esta debe ser alegre, sin condiciones, y pronta; sobre todo hacia el abad, que debe ser obedecido como si ocupara el lugar de Cristo, y también hacia todos los hermanos de acuerdo con los dictados de la caridad fraterna, al ser "el camino que nos lleva a Dios”. Igualmente esta se aplica a las cosas difíciles e incluso a las imposibles, en este último caso se intentarán con toda humildad. En conexión con el tema de la obediencia hay una nueva cuestión como es la del sistema de gobierno contenido en la Regla. La vida de la comunidad gira alrededor del abad (considerado) como padre de familia. Mucha libertad con vista a los detalles se le dejaba a su "discreción y juicio", pero esta autoridad, lejos de ser absoluta o ilimitada, quedaba salvaguardada por la obligación que recaía sobre él, de consultar a la comunidad acerca de todos los asuntos que afectarán a su bienestar, bien a los mayores solamente o a toda la comunidad. Y por otra parte, dondequiera que parece que hay una cierta libertad concedida a los propios monjes, esta, a su vez, esta protegida contra imprudencias por la reiterada insistencia en la necesidad de la sanción y aprobación del abad. Los votos de pobreza y castidad, pese a no ser mencionados de forma expresa por San Benito, como en las reglas de otras órdenes, se encuentran, sin embargo, enraizados tan claramente como para formar parte esencial e indisputable de la vida de los que él legisla. De esta forma, por medio de los votos y de la práctica de las variadas virtudes necesarias para su propia observancia, se comprobará que la regla de San Benito consta no solo de una serie de norma que regulan los detalles externos de la vida monástica sino también todos los principios de perfección de acuerdo a los Consejos Evangélicos.
Con respecto a la obligación o poder vinculante de la Regla, debemos de distinguir entre estatutos o preceptos y los consejos. Las primeras serían aquellas leyes que ni mandan ni prohíben de forma absoluta, y con las últimas, aquellas que son únicamente recomendaciones. Por lo general, los comentaristas sostienen que los preceptos de la Regla obligan solamente bajo la pena de pecado venial, y los consejos ni siquiera. En realidad transgresiones de gravedad contra los votos podrían, por otra parte, caer dentro de la categoría de pecado mortal. Debe recordarse, sin embargo, que en todos estos temas los principios de teología moral, las leyes canónicas, las decisiones de la Iglesia, y las regulaciones de las diferentes congregaciones deben ser tomadas en consideración al juzgar cualquier caso particular.
La labor práctica de la Regla la desarrollaremos en el apartado "La vida en los monasterios durante la Edad Media", explicando el concepto de "Ora et labora".

sábado, 7 de noviembre de 2015

La Papisa Juana, la única mujer que gobernó la Iglesia

Cartel película La Pontífice
115 cardenales decidirán a partir de este martes quién es el hombre que toma las riendas de la Iglesia Católica. Será el Papa número 266 en dos milenios de historia, todos ellos varones... o al menos eso parece. Los cónclaves están envueltos en miles de leyendas y anécdotas, pero una de ellas pone en cuestión que todos los líderes de la Iglesia hayan sido hombres.
Según el mito, una mujer disfrazada de varón fue elegida Papa y gobernó entre los años 855 y 857, hasta que comenzó a sufrir las contracciones de un parto en medio de una procesión y dio a luz en público a su hijo, lo que provocó la ira de los fieles.
Juana nació cerca de Maguncia (actual Alemania) y las versiones sobre por qué escondió su feminidad son múltiples, desde el miedo a una posible violación hasta el amor por un joven estudiante que la obligaba a aparentar ser hombre para estudiar cerca de él. La única confluencia que guardan todas las versiones de esta leyenda es que Juana tenía un gran poder de oratoria y que eso le sirvió para labrarse un futuro dentro de la Iglesia. Juana entró en la religión como copista bajo el nombre masculino de Johannes Anglicus. En su nueva situación, Juana pudo viajar con frecuencia de monasterio en monasterio y relacionarse con grandes personajes de la época.
Por entonces, la elección papal dependía de las votaciones de todos los fieles de Roma y su popularidad la alzó al liderazgo de la Iglesia. Juana tuvo entonces la desdicha de convertirse en la amante de un embajador, y quedó embarazada. Disimuló su estado gracias a las enormes túnicas que vestía pero finalmente dio a luz durante una procesión. A partir de ahí las distintas versiones del mito vuelven a contradecirse entre sí. Algunos dicen que fue lapidada por los fieles airados y otros que murió atada a los pies de un caballo que la arrastró por toda la ciudad hasta extramuros.
Desde entonces y, para evitar nuevos casos, se fabricó un asiento papal conocido como «sedia stercoraria» que disponía de un agujero en el centro del mismo. Según numerosos escritos, éste se utilizaba una vez elegido nuevo Papa tras el cónclave y su función era determinar mediante el palpado testicular si el nuevo Pontífice era realmente un varón.
Aunque hay numerosos escritos respecto a la papisa Juana no se precisa a qué Pontificado corresponde, aunque se barajan los de Juan VIII o Benedicto III. La hipótesis principal sobre la génesis de esta leyenda es un intento de desprestigio de la figura Juan VIII por su actitud benevolente con otras iglesias. Esto provocó que fuese tachado de poco varonil y se le adjudicara una «actitud femenina».
A pesar de que la historia niegue la existencia de la papisa Juana, numerosos cuadros representan su leyenda e incluso Liv Ullmandirigió una película sobre la única mujer que pudo algún día liderar la Iglesia Católica.
Fuente. Diario ABC (España)

¿Puede renunciar un Papa?

El Vaticano ya ha confirmado la noticia: «El Papa Benedicto XVI renuncia a su cargo». Pero, ¿Cabe «la renuncia» en una institución como la Iglesia Católica? La respuesta es sí, aunque el último precedente tiene cinco siglos de antigüedad.
El Papa Gregorio XII, representante de la Iglesia desde 1406 hasta 1415, tuvo que abandonar su posición para poner fin al llamado «Cisma de Occidente», que dividió a la jerarquía católica en dos ramas: Clemente VII en Avigñón y Urbano VI en Roma, se excomulgaron mutuamente y el Cisma quedó abierto durante varias generaciones, hasta la renuncia de Gregorio XII.
En principio, el Derecho canónico no establece ninguna oposición siempre y cuando el Pontífice exprese su renuncia de «forma pública y libre».
Así lo ha expresado Benedicto XVI durante la canonización de lo mártires de Otranto: «Siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005», ha expresado el Pontífice achacando la decisión a su «avanzada edad» y a su «falta de fuerza».
Además, subraya el Canon 332,2 que «los dos modos previstos en la legislación para el cambio en la cabeza de la Iglesia son el fallecimiento o su renuncia y que este segundo supuesto tiene una peculiaridad: no se requiere que sea aceptada por nadie, dado que no tiene superior en la tierra».
Los otros casos de renuncia al pontificado han sido los de Benedicto IX, elegido en el 1032 y Celestino V, que se retiró en 1294 al declararse carente de experiencia en el manejo de los asuntos de la Iglesia.
Celestino V abandonó solo 5 meses después de su designación. Fue este Papa quien para cubrirse las espaldas, emitió un Decreto que declaraba que estaba «permitida la renuncia de un Papa». Es este documento el que confirma la figura de la renuncia, negando toda duda al respecto.
El Papa Benedicto XVI será por lo tanto el cuarto Pontífice en renunciar al ministerio papal en la historia de la Iglesia católica.
Todo lo que debe hacer a partir de ahora Benedicto XVI es escribir una «carta de renuncia oficial» al Colegio Cardenalicio, órgano electoral y supremo de la Iglesia Católica.
Benedicto XVI ya explicó en 2010 que un Papa puede dimitir «en un momento de serenidad, no en el momento del peligro». En el mismo documento, ya señalaba que notaba cómo sus fuerzas iban disminuyendo y temía que el trabajo que conllevaba su misión «sea excesivo para un hombre de 83 años».
El 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante. A partir de este momento la cuestión será irreversible: «Una vez hecha la renuncia y manifestada, en el modo que sea, a la Iglesia por el Romano Pontífice queda vacante (la sede pontificia) y no puede volverse atrás», recoge el Canon.
Fuente. Diario ABC (España)

El mundo monástico

Actividades agrícolas en el monasterio (miniatura medieval)
En el siglo IX, los monasterios proliferaron en Europa y, tras sus muros, se gestó una nueva visión religiosa, que no excluía el trabajo manual. Al contrario, convirtió el tradicional castigo divino en uno de los factores de desarrollo.

En el marco de la expansión del cristianismo, las experiencias monásticas proliferaron en las costas de Provenza y luego, en Irlanda, donde la difusión del fenómeno coincidió con la evangelización de la isla por obra de San Patricio, iniciada en 432. El monaquismo cobró fuerza con la experiencia de Benito de Nursia, quien al fundar el monasterio de Montecassino, compuso la Regula Benedicti, compendio de reglas destinadas a sistematizar la vida religiosa.
San Benito pertenecía a una familia acomodada de Umbría, procedente de la aristocracia romana. En un principio, estaba destinado a ocupar un cargo en la burocracia estatal, pero su carrera dio un giro notable cuando decidió sumarse a una comunidad eremita en Efido. Posteriormente se retiró a Subiaco, donde organizó una nueva comunidad eremita según las normas establecidas por Pacomio. Debido a conflictos internos, se estableció en Montecassino, en Campania (Italia), una región donde el paganismo todavía permanecía vigente.
San Benito subrayó la subordinación de los miembros de la comunidad al abad, y el mantenimiento de por vida de los vínculos con el centro religioso.
El gran cambio que estableció la reforma benedictina fue el de reducir la austeridad corporal en aras de un mayor esfuerzo en la formación intelectual. Puso el acento en la importancia de la lectura y del estudio, para lo cual exigió que cada monasterio contase con una biblioteca y una escuela. Estos dos elementos fueron las bases de lo que posteriormente serían las escuelas episcopales. San Benito destacó la importancia de que los monjes ejerciesen el trabajo manual y sistematizó la práctica regular de la plegaria, adoptando la máxima ora et labora.
San Benito de Nursia
La entrada en el monacato obligaba al monje a permanecer en él toda la vida, respetando los votos de pobreza y castidad. Para la dirección de la comunidad, los monjes elegían un abad, al cual debían obediencia. Como padre y guía, el abad se encargaba de mantener la disciplina, tanto en el aspecto religioso como mundano (comidas, vestimentas, etc). Dado el caso, el abad estaba facultado para castigar a los monjes que infringieran las reglas. Por lo general, el castigo consistía en jornadas de ayuno, exposición más o menos prolongada a las inclemencias climáticas o incremento de las horas de trabajo.
Pese al excelente funcionamiento del sistema monástico benedictino, éste tardó al principio en imponerse. Tanto en la península itálica como en la Galia, la regla benedictina debió competir con muchas otras formas organizativas. Uno de los méritos del papa Gregorio Magno fue precisamente reconocer las posibilidades que ofrecía el monacato benedictino como un instrumento al servicio de la autoridad pontificia. En la época de las misiones para cristianizar a los pueblos que aún profesaban cultos paganos, se pusieron de manifiesto todas las implicaciones de este vínculo entre la política papal y la difusión de un monaquismo disciplinado y bien organizado.
Revalorización del trabajo
El monasterio se esforzaba por desarrollar una economía lo más autárquica posible y producir en sus propios terrenos todo lo necesario para su autosubsistencia. La variada actividad de los monjes abarcaba tanto el cultivo del campo y de la huerta como los oficios artesanales. Por lo general, los trabajos más duros fueron realizados en gran parte por los campesinos libres y siervos que vivían en las tierras abaciales y, más tarde por los hermanos legos. Pero los oficios artesanales, especialmente en los primeros tiempos, fueron ejecutados principalmente por los monjes. Y fue precisamente por la organización del artesanado por lo que el monacato ejerció una profunda influencia en la evolución artística y cultural de la Edad Media.
De este modo, aunque era común la presencia de aristócratas en los monasterios, la vida monacal impuso una nueva valoración del trabajo. En este sentido, las reglas monásticas ejercerían gran influencia en la moral burguesa de la Baja Edad Media, tal como se iba a expresar posteriormente en las ordenanzas de los gremios. Puede afirmarse que los monjes fueron los primeros que enseñaron en Occidente a trabajar con método. Hasta la reorganización de la vida urbana, los talleres que, herederos de la antigua manufactura romana, eran todavía numerosos en las ciudades, trabajaban dentro de unos límites muy modestos, y aportaron poco al desarrollo de las posteriores técnicas industriales.
También en los palacios señoriales y en las más importantes cortes feudales había artesanos especializados, que trabajaban de manera obligatoria y gratuita, pero pertenecían a la casa real o a la servidumbre. Su trabajo se desarrollaba dentro de los marcos del trabajo doméstico. La independencia del artesano fue fruto, entre otros motivos, de la aparición de los monasterios. En ellos fue donde, por primera vez, aprendieron a ahorrar tiempo,a dividir y aprovechar racionalmente el día, a medir el paso de las horas y a anunciarlo con el toque de campana. El principio de la división del trabajo se convirtió en el fundamento de la producción.

Focos de difusión

En Occidente, el desarrollo del monaquismo se produjo a partir de dos grandes focos que supusieron una ruptura con el modelo oriental. Durante los siglos VI y VII, los monjes irlandeses, entre ellos San Columbano, fundador del monasterio de Bobbio (Italia), penetraron en el norte del continente en funciones misioneras. En Italia, la Regula Benedicti prosperó al limitar el rigorismo ascético del monaquismo occidental y adaptarlo a la época. Los monasterios benedictinos se convirtieron en importantes centros productivos, culturales y religiosos, sobre todo a partir de Casiodoro de Vivario (Calabria). En el siglo VII se extendieron por la Galia.
La actividad cultural
Monje copista
Tras la muerte de Carlomagno, la corte dejó de ser el centro cultural de Europa. El desmembramiento del mundo carolingio convirtió los monasterios en los nuevos focos de actividad intelectual y artística. La copia y la iluminación de manuscritos fueron una de las grandes tareas monacales, como lo demuestran las obras realizadas en Tour, Fleury, Corbie, Tréveris, Colonia, Ratisbona, Reichenau, San Albano o Winchester. El trabajo estaba organizado por especialidades. En los talleres destinados a esta actividad (scriptoria), además de los pintores (miniatores), estaban los maestros de caligrafía (antiquarii), los ayudantes (scriptores) y los pintores de iniciales (rubricatores). Junto con la ilustración de textos, los monjes se ocupaban de arquitectura, escultura y pintura, eran orfebres y esmaltadores, tejían sedas y tapicerías, creaban fundiciones de campanas y talleres de encuadernación de libros, de producción de vidrio y cerámica.
Algunos monasterios llegaron a convertirse en grandes centros productivos, como el de Saint Riquier, que ya en el siglo IX tenía un trazado de calles con los talleres agrupados por oficios.
Muchas veces, los talleres monacales también eran sedes de experimentos tecnológicos. A fines del siglo XI, el monje benedictino Teófilo describía en sus notas (schedula diversarum artium) una serie de inventos hechos en los monasterios, como fabricación de vidrio, pinturas al fuego en vidrieras y mezcla de colores al óleo.
Por lo demás, numerosos artistas y artesanos libres, que recorrían Europa, procedían en gran parte de los talleres monacales, que al mismo tiempo eran las "escuelas de arte" de la época y se dedicaban especialmente a la formación de nuevas promociones de maestros. Especial nivel de formación artística alcanzó el monasterio de Solignac, cuyo fundador, San Eligio, fue el más famoso orfebre del siglo VII. El obispo Bernardo, creador de las puertas de bronce de la catedral de Hildesheim, se destacó como formador de numerosos maestros fundidores.
Muy importante fue la contribución del monacato al desarrollo de la arquitectura. Hasta el florecimiento de las ciudades y la aparición de las logias, la arquitectura estuvo en manos casi exclusivamente eclesiásticas, si bien los artistas y operarios que trabajaban en la construcción no solían ser monjes. Éstos participaban como organizadores. Del monje Hilduardo, por ejemplo, se sabe que fue el maestro de obras de la iglesia abacial de Saint Père, en Chartres; San Bernardo de Claraval, puso a disposición de otros monasterios a un miembro de su orden, el arquitecto Achard, e Isemberto, arquitecto de la catedral de Saintes, La Rochela y otras ciudades.
Las reformas de Cluny y el Císter
Durante los siglos X y XI, surgió un movimiento de reforma que pretendía elevar el nivel moral del clero, luchar contra el matrimonio y concubinato de los clérigos y abolir la simonía -compra y venta de los cargos eclesiásticos-. En una época en que los monarcas nombraban a los obispos, e incluso los señores feudales designaban a los párrocos, los reformadores perseguían también la separación entre el poder eclesiástico y el poder civil. En este contexto obtuvo una especial resonancia el movimiento cluniacense, que partió en la abadía de Cluny, fundada en 910 por el duque Guillermo de Aquitania. Además de una reforma económica y administrativa de los monasterios benedictinos, se basaba en una dependencia exclusiva de la jerarquía eclesiástica, intensificando una estricta disciplina. Otros movimientos propugnaron una vuelta al espírtiu de la Iglesia primitiva -eremitas y cenobitas en Italia-. Por otro lado, en 1098, el abad Roberto de Molesme fundó la orden del Císter, en Citeaux (Francia), desde donde partió otro movimiento reformista, el cisterciense, que pretendió vivir con absoluta rigurosidad los ideales de San Benito.

Fuente. Historia Universal. La Alta Edad Media y el Islam, Editorial Sol 90, Barcelona, 2004

lunes, 19 de octubre de 2015

INOCENCIO III

INOCENCIO III, UN PAPA CLAVE EN LA HISTORIA



Es posible que, más de uno, al leer el título de esta entrada, quizá piense que los temas de la Iglesia no le atraigan demasiado. No obstante, yo os invito a conocer a este personaje, que es uno mis favoritos. Fue, en su época, lo que ahora se llama un auténtico “crack”. Leedlo, os aseguro  que no os defraudará su historia.
            Empecemos por el principio. Nació en 1161, en Anagni, en aquel momento, parte de los Territorios Pontificios. Su nombre real fue Lotario.
            Su padre fue el conde Trasimundo de Segni, miembro de la respetada y nobiliaria familia Conti. Por ello, recibió una educación esmerada, iniciada en Roma y culminando su formación con estudios de Teología en París y Derecho Canónico en la famosa universidad de Bolonia. En fin, todo un lujo en aquella época.
            Se convirtió en  una autoridad académica y fue nombrado cardenal por el Papa Clemente III, que era su tío. Además, nadie puso reparos, porque su familia era benefactora de la Iglesia.
            Tras la muerte del mencionado Papa y de su sucesor, Celestino III, que era de la familia Orsini, enemiga de la suya, fue elegido como nuevo Papa sin haber cumplido los 37 años. Lo cual, incluso, entonces, era muy inusual.
            Parece ser que eligió el nombre de Inocencio por recomendación de un amigo suyo, pues era “un nombre que conjura la desunión”. Los dos Papas que llevaron anteriormente ese nombre fueron muy ejemplares. El más conocido fue Inocencio I, que se enfrentó nada menos que a Alarico, cuando saqueó Roma, y consiguió conservar unida a la Iglesia.
            Gracias a haber llegado tan joven al Papado, tuvo un reinado muy fructífero. Por ejemplo, gracias a sus dotes diplomáticas, supo anexionar muchos territorios al Papado.
            También convocó el IV Concilio de Letrán, en 1215, en el cual se organizaron las bases de la Inquisición Papal, que, hasta entonces, no existía.
            Reinó en unos tiempos muy convulsos, aunque este adjetivo ya se suele dar a todos los tiempos, pero, lo cierto, es que en su época fueron muy complicados y ahora veremos por qué.
            Tuvo que lidiar con los problemas de los burgueses de las ciudades, que se querían ir pareciendo a los nobles y desbancarles del poder político. No olvidemos que él era un noble feudal.
            También tuvo que luchar contra Francia e Inglaterra, las dos potencias europeas del momento, las cuales querían un Papa a la medida de cada uno.
            En Oriente, tenemos nada menos que a Saladino, el cual consiguió derrotar a los mejores estrategas militares occidentales.
            En Occidente, tenemos ya algunos movimientos que, posteriormente, fueron calificados como herejías. La más
importante fue la de los cátaros o albigenses.
            Siempre basó sus intervenciones en la política en que en las Escrituras se da al Vicario de Cristo, como él quería que le llamaran, la plena potestad sobre la Cristiandad y así se metió en todos los “berenjenales”.
            Para empezar, tras la muerte del emperador Enrique VI (el que encerró a Ricardo Corazón de León), afirmó que el nombramiento del nuevo emperador del Sacro Imperio, el cual era elegido por unos cuantos príncipes alemanes, debía ser ratificado por el Papa. Así terminaría con las luchas entre el Papado y el Imperio.
            Por eso, como no le gustó la elección, para emperador, de Felipe de Suabia, promovió a Otón de Brunswick, el cual llegó al trono. Una vez asentado, discutió con nuestro Papa y a éste no se le ocurrió otra cosa que promover como candidato a Felipe, rey de Sicilia. Con la ayuda de Felipe Augusto de Francia (a lo mejor os suena este rey en el caso de los cátaros), pues consiguió que Felipe fuera el nuevo emperador, aunque murió muy pronto.
            Como fue muy habitual en él, se inmiscuyó en el caso de la presunta bigamia del rey Felipe II de Francia, el cual se había casado con una princesa danesa y, sin razón aparente, al poco tiempo, la encerró, dando una explicación muy extraña sobre una consanguinidad incompatible con el matrimonio. Lógicamente, la razón era que quería casarse con otra y eso a nuestro Papa no le hizo gracia y excomulgó a todo el reino.
            Luego, el Pontífice, con su maestría diplomática, logró que Felipe se pusiera de su parte, haciendo que luchara para él contra Otón, como ya he dicho antes, y, después, pidiéndole que se sumara a la Cruzada contra los cátaros.
            En nuestro territorio, por supuesto, también intervino. Como Alfonso VIII de Castilla estaba organizando una Cruzada contra los almohades musulmanes, pues envió al arzobispo de Toledo, para pedirle su colaboración. Gracias al pontífice, se pudieron sumar a esta lucha las tropas de Navarra y Aragón, que habían estado enfrentadas con Castilla poco antes, lógicamente, bajo pena de excomunión si no lo hacían. No pudo llegar a convencer al rey de León por graves discrepancias con el Papado y con Castilla. Así tuvo lugar la famosa batalla de Las Navas de Tolosa, donde las huestes cristianas vencieron al Islam e hicieron bajar la frontera entre los reinos más al sur de Despeñaperros.
            Tampoco se olvidó de otros reinos. En el de León, excomulgó a Alfonso IX, por casarse con Berenguela, que era una pariente muy cercana y tuvieron que separarse, a pesar de tener ya varios hijos. Fue el último rey de León, después, su hijo, Fernando III, unió este reino con Castilla.
            En Portugal, disolvió el matrimonio del heredero, Alfonso, con Urraca, por motivos parecidos.
            En Aragón, recibió el vasallaje de Pedro II y luego le coronó en 1204. Este fue el padre de Jaime I el conquistador.
            También arbitró en otros reinos, como Noruega, Suecia o Polonia, sobre las disputas sobre quién merecía ser el nuevo rey.
            Intentó destruir el Cisma griego y unir así las dos iglesias cristianas en una sola bajo su mando. Lo consiguió durante poco tiempo.
            No hará falta decir que Juan sin Tierra, en Inglaterra, tampoco estuvo fuera del alcance de este Papa. En 1205, a la muerte del arzobispo de Canterbury, el rey optó por un candidato y el Papa por otro, que, encima, era un teólogo muy conocido de la universidad de París. Como nuestro héroe no solía dar su brazo a torcer, pues excomulgó en 1209 al rey. Así, Juan, aguantó hasta 1213, año en que cedió a la voluntad de Inocencio III. Incluso, se reconoció como rey vasallo de la Iglesia, para que sus territorios no fueran invadidos por los franceses.
No olvidemos que una excomunión papal era equivalente a anular una coronación real, así que los monarcas tenían que tener mucho cuidado con esas cosas, porque enseguida podían surgir candidatos al trono entre los nobles del reino. Quizás, por ello, el rey tuvo que firmar la famosa Carta Magna, la cual no fue aceptada por Inocencio III,  al indicar que fue firmada mediante coacción violenta.
            En fin, como ya os dije al principio, este hombre era lo que se llama ahora todo un “crack”. Es como si el Papa actual pusiera de rodillas ante su presencia a los dirigentes de USA y Rusia. Su idea siempre fue que “la amenaza para la Cristiandad no son los musulmanes o infieles, sino la ambición de los príncipes cristianos”.
            Como no se podía estar quieto, esta vez  se fijó en una especie de secta que llevaba tiempo floreciendo en la zona sur de la actual Francia. Hasta esa fecha, la Iglesia nunca había utilizado la violencia para enmendar conductas heréticas. Todo lo más, les había enviado unos misioneros para convencerles y readmitirlos en el seno de la Iglesia.
            En este caso, hicieron lo mismo. Enviaron unos legados, como el futuro santo Domingo de Guzmán, pero no tuvieron mucho éxito. Además, le dijeron al Papa que no podían cumplir sus instrucciones, porque no podían hacer, a la vez, predicar a los herejes y reformar a los clérigos. Pidieron dedicarse exclusivamente a la predicación y fomentar la pobreza entre los clérigos a imitación de los clérigos cátaros.
            No obstante, el Papa, ya había pronunciado algunos anatemas contra esos herejes, equiparándolos a criminales de lesa majestad, o sea, los asesinos de los reyes, por lo que les amenazó con proscribirlos y confiscar todos sus bienes.
            Incluso, llegó a mandar legados pontificios con plenos poderes para, incluso, cesar a los obispos de la zona que no combatieran satisfactoriamente la herejía y poner a otros en su lugar.
            En 1208, la cosa se puso más fea, pues el Papa envió a Pierre de Castelnau y éste fue asesinado. Así que nuestro hombre montó el cólera y se decidió por organizar nada menos que una Cruzada en Europa.
            En esta empresa le apoyaron  el rey de Francia y Simón de Montfort, importante señor feudal de la zona, emparentado con las casas reales de Francia y de Inglaterra.
            En el otro lado estuvieron el conde Ramón VI de Tolosa y el rey Pedro II de Aragón, el cual era el señor de algunos de los territorios donde estaban asentados los cátaros y estaba obligado a defender a sus súbditos.
            En 1213, en la batalla de Muret, murió Pedro II, dejando como sucesor a su hijo, el futuro Jaime I el conquistador. Como, un año antes de la batalla, su padre lo había dejado en prenda a Simón para hacer las paces con él, ahora Inocencio III obligó a Simón a liberar al niño y entregarlo,  para su educación, a los templarios.
            Esta Cruzada le dio la oportunidad al rey de Francia de anexionarse todo el sur del país, que siempre había pertenecido a los condes de Toulouse.
            Como nuestro personaje nunca tenía bastante, aparte de esa cruzada, durante su reinado se dieron dos más. Una fue la llamada Cruzada de los niños, de la cual tenemos pocos datos y otra, la Cuarta Cruzada.
            Esta vez no le salió muy bien, pues Venecia, que era la principal financiera de esa empresa, impuso atacar primero el enclave bizantino de Zara, porque les hacía la competencia comercial y luego llegaron a saquear dos veces la misma Constantinopla. De ahí sacaron muchos tesoros, como los famosos caballos de la catedral de Venecia. Eso hizo que el Papa excomulgara a todos los cruzados por haber luchado contra los cristianos.
            En cuanto a su actividad religiosa, se puede destacar el apoyo dado a la fundación de las órdenes dominica, clarisa y franciscana.
            También puso en marcha el IV Concilio de Letrán, donde se dieron unas instrucciones muy claras sobre los derechos y deberes de los cristianos.
            Además,  comenzó la organización de la Quinta Cruzada, la cual no pudo ver realizada por su repentina muerte.
            Otra de sus obras importantes fue la fundación del Hospital de Santo Espirito en Saxia (Roma), dedicado a los huérfanos, el cual fue un modelo en su época.
            En la primavera de 1216 se trasladó a Pisa y Génova para fomentar las relaciones políticas y comerciales.
            Murió de repente en Perugia, en 1216, con  apenas 55 años. Siempre hubo rumores sobre su muerte. Incluso, se conoce el nombre de su médico personal, cosa poco frecuente en esa época.
            Algún autor de novelas ha escrito que fue envenenado por una antigua amiga suya, pero me parece que es simplemente una licencia literaria, porque no hay ningún documento que confirme eso.
            Fue enterrado en la catedral de Perugia, hasta que, en el siglo XIX, León XIII, uno de sus más fervientes admiradores, ordenó su traslado a Roma